
Hoy me enteré, en una de esas charlas de la vida, que Carlitos falleció hace apenas unas semanas. ¿Carlitos? Carlitos era aquél hombre del quiosco a un lado del colegio Esteban Echeverría, donde transcurrí mi jardín de infantes y mi primaria.
No creo ser la única en afirmar que, además de vender dulces, la composición química de su cuerpo era pura dulzura. Pocas veces me iba del quiosco sin un caramelo de regalo o habiendo pagado con el dinero que llevaba encima, alcanzara o no. Quizás porque me vio crecer, quizás porque tenía unos mil hijos y mucha experiencia, o quizás simplemente poseía un poder sobrenatural para esos casos, pero siempre que necesité algo de aliento Carlitos supo encontrar la palabra (o la marca de chocolate) perfecta, aún sin que yo tuviera que abrir mi boca y gritar "¡Help!" en la vereda.
Jamás se me ocurrió que llegaría el momento de su muerte. Supongo que lo tenía asumido como un abuelito universal que sería inmortal, alguna especie de superhéroe al que ningún obstáculo podría vencer. Ahora, recién ahora, me doy cuenta de que el amor que brindó constantemente -y siempre le fue devuelto- lo hizo vivir un poco más para que junto a mí, decenas de alumnos del colegio y cualquier cliente un poquito habitual, supiéramos apreciar sus virtudes, las de un hombre propio de historias con Willy Wonka y Charlie Bucket.
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